AJUSTES ESTRUCTURALES EN LA EMPRESA. Una regulación a modificar
Luis Pérez Capitán
Gerente en UGT Confederal y Director de Servicio de Estudios en la Confederación en UGT Confederal
Cuando desde el punto de vista sindical, se reseña de forma continua la necesidad de derogar la reforma laboral del 2012, desde el punto de vista opuesto, muchas veces sin demasiada reflexión y conocimiento se enuncian una serie de catástrofes que originaría tal modificación normativa. En realidad, esta última y perspectiva parte de la ignorancia sobre la realidad que ha construido aquella.
La reforma laboral del 2012, y sólo tenemos que consultar las cifras al respecto, ni finalizó con la dualidad del mercado de trabajo, por el contrario, consolidó los altísimos porcentajes de temporalidad; ni evitó que los despidos fueran la herramienta más usada por los empresarios para ajustar su plantilla en tiempos de crisis –recuérdense los centenares de miles de puestos de trabajo perdidos en el 2012 y 2013-. Lo que sí consiguió con alta eficiencia es retrasar la recuperación de los salarios al tiempo que la recuperación económica, permitiendo una maximización de los beneficios empresariales, también debilitó de forma importante la posición de la parte social en la negociación colectiva, permitiendo la aparición de fenómenos aberrantes como las empresas multiservicios, destrozando la articulación de la negociación, y aumentó la desigualdad entre las personas de nuestro país, con un coste social del que ni a medio ni a largo plazo somos aun conscientes. De una forma alegre, se han olvidado las lecciones del siglo XX y se debilita a las organizaciones sindicales, rompiendo el precario equilibrio anterior, con el fin de alcanzar una serie de objetivos basados en falsos silogismos, que la realidad ha desmontado: más flexibilidad, más empleo y más riqueza; despido más barato y más sencillo, más empleo. Nada menos cierto.
La normativa sobre ajuste estructural que implanta la reforma del 2012, a decir verdad, culminando reformas anteriores del mismo signo, aun cuando no tan atrevidas, es un ejemplo paradigmático de la ilógica de este conjunto normativo fruto de la imposición de una visión sesgada.
Frente a la regulación de otros países, la reforma laboral ofrece al empresario ante una serie de situaciones que difícilmente podríamos calificar como críticas una especie de menú para que elija libremente: modificación substancial, ERTES suspensivo o de reducción temporal de jornada, descuelgue en condiciones del convenio colectivo, y también despido colectivo del art. 51 ET o plural del art. 52, dependiendo del volumen de trabajadores afectados. Resulta sorprendente que las razones para un descuelgue, expediente temporal de empleo y un despido colectivo sean las mismas y que solo el control judicial a posteriori pueda enjuiciar la proporcionalidad de la medida y su adecuación a la situación empresarial. Esta regulación carece por completo de sentido técnico.
El tratamiento del despido colectivo como una medida más a elección de empresario susceptible de una decisión unilateral no negociada ni controlada por la Administración, nos lleva a situaciones tan estrambóticas como la de ALCOA y similares, donde se usa la normativa propiciada por la reforma laboral para fines estratégicos que no tienen nada que ver con las necesidades de la empresa o los avatares que pueda sufrir a lo largo de su existencia. Esta regulación no solo deja inermes e indefensos a las personas trabajadoras afectadas por la decisión empresarial, deja completamente vacío de recursos al Estado que, ante decisiones empresariales como las reseñadas, o las que el sector bancario ha puesto encima de la mesa recientemente, poco puede hacer salvo lamentarse amarga e inútilmente acerca de lo inadecuado de la decisión tomada por la empresa.
Es inadmisible que el despido colectivo se permite fuera de una situación de crisis grave de la empresa. Para otras situaciones y problemáticas, existen otras medidas que deben ser escalonadas y graduadas de conformidad a su repercusión sobre las personas y empresas.
Nuestro ordenamiento jurídico laboral merece algo de equilibrio, merece orden y no haberse convertido en una especie de amalgama de instrumentos y herramientas al servicio de intereses en muchos casos espurios.
Las personas trabajadoras, la estrategia de país, el mantenimiento e impulso del tejido productivo estratégico requieren de inmediato de un cambio en la legislación sobre ajustes estructurales en la empresa. Las decisiones de despido colectivo deben ser controladas y supervisadas por la Administración Laboral porque tienen unos efectos demoledores sobre personas y empleo. La intervención de la representación de los trabajadores debe ser incrementada en todos los mecanismos de ajuste. El consenso, como hemos comprobado en lo fructífero del Diálogo Social en estos meses, articula una sociedad rica en matices y posibilidades que puede limar la desigualdad arrolladora que amenaza nuestros cimientos sociales. La unilateralidad, la permisividad con conductas inadecuadas nos lleva a una profunda desconfianza de las personas acerca de la necesidad de las instituciones y eleva el populismo a su máxima expresión.
El programa electoral de este Gobierno tenía una serie de compromisos que debe llevar a cabo. En caso contrario, se convierte en el sostenedor de una regulación que no genera empleo, ni riqueza, solo permite con facilidad la destrucción de tejido productivo y deja al albur de intereses de difícil control e interpretación decisiones que afectan de forma gravísima a nuestra sociedad.