Cuando la llama se apaga: lo que la Ciencia nos cuenta del “agotamiento emocional”
Macarena Gálvez Herrer
Dra. en Psicología. Responsable del Área de Psicología y Cuidado Emocional de Proyecto HU-CI
Seguramente todos nosotros hemos verbalizado en alguna ocasión algo así como “estoy agotado, física y emocionalmente”. Con esta expresión queremos describir una profunda fatiga que va más allá del posible cansancio cotidiano, que se presenta como resultado de una situación que ha requerido de nosotros, de forma mantenida durante un largo periodo de tiempo, un importante sobreesfuerzo (cognitivo, físico y emocional). Ese “más allá” es lo que marca la diferencia cualitativa (no hablamos de estrés o fatiga, es algo más profundo y motivacional y que no se repone solo con el descanso) y hace que se relacione con aspectos de daño en nuestro estado de ánimo, motivación, e incluso rendimiento. Esta expresión se ha hecho aún más cotidiana si cabe, con la situación actual de pandemia que vivimos como sociedad.
Sin embargo, si buscamos comprenderla desde el ámbito académico, es importante señalar que se trata de un concepto que se enmarca en el terreno de lo profesional, y que se ha estudiado como parte integrante de un constructo más amplio denominado “burnout”. Este anglicismo se traduce literalmente por apagarse, fundirse o agotarse, y se ha denominado en la literatura científica en español con múltiples acepciones como “desgaste profesional” o “síndrome de estar quemado”.
Se trata de un importante problema a tener en cuenta ya que las repercusiones sobre la salud de los trabajadores son significativas, así como sobre el rendimiento, productividad y calidad del servicio prestado. El Instituto Nacional de Seguridad y Salud en el Trabajo lo define como: “una respuesta al estrés laboral crónico integrada por actitudes y sentimientos negativos hacia las personas con las que se trabaja y hacia el propio rol profesional, así como por la vivencia de encontrarse emocionalmente agotado. Esta respuesta ocurre con frecuencia en los profesionales de la salud y, en general en profesionales de organizaciones de servicios que trabajan en contacto directo con los usuarios de la organización”i
Si bien existen aproximaciones previas, es en los años 70 cuando dos autores, Herbert Freudenberberguer, médico psiquiatra que trabajaba en el tratamiento frente a las adicciones en la Costa Este de EEUU y Cristina Maslach, psicóloga social de la Costa Oeste, quienes comienzan de forma casi simultánea a considerar el concepto como un síndrome laboral. A partir de ahí, son numerosos los modelos teóricos que han intentado comprender cómo ocurre y evoluciona el proceso de desgaste profesional en los trabajadores, qué factores son los principales determinantes de éste, qué consecuencias tiene para la salud individual y organizacional, e incluso, cuáles son sus dimensiones y cómo debemos medirlas.
En los años 80, el gran acierto de Maslach fue la elaboración de un instrumento de evaluación, el Maslach Burnout Inventory (MBI), que ha tenido varias ediciones mediante el trabajo con diferentes colaboradores. Este cuestionario mide el burnout en función de tres dimensiones que, hoy en día, se siguen utilizando incluso como propia definición del síndrome:
Agotamiento emocional: Se experimenta la vivencia de un importante cansancio emocional, agotamiento de energía y pérdida de recursos, con sentimientos de no poder dar más de sí en el ámbito afectivo.
Despersonalización: Se desarrollan actitudes y sentimientos negativos hacia las personas con las que trabaja, se las ve de forma deshumanizada debido a un endurecimiento afectivo, y se mantienen actitudes de evitación y distanciamiento de estas.
Realización personal: Su carencia, supone una tendencia a evaluarse negativamente especialmente en torno a las propias habilidades laborales.
A finales de los 80 y principio de los 90 se desarrollaron diferentes modelos teóricos explicativos del síndrome. Por ejemplo, se analizó cómo determinadas barreras del trabajo impiden poner en práctica la competencia social y la motivación de servicio en los profesionales, y cómo esto actúa como desencadenante del burnout. La existencia en la organización de objetivos realistas o utópicos, el nivel de ajuste entre los valores del sujeto y los de la organización, la existencia o no de capacitación profesional, de autonomía para la toma de decisiones, ambigüedad en el rol desempeñado, disponibilidad de recursos, retroalimentación recibida, sobrecarga laboral, estilo de liderazgo, etc., serán algunas de las principales variables psicosociales del trabajo que podrán actuar como factores de ayuda para un desarrollo funcional y satisfactorio del mismo, o como factores barrera que faciliten el desarrollo del síndrome. Es también en ese momento, cuando se comienza a estudiar la interacción entre las características del contexto de trabajo y las propias del individuo, sus expectativas y demandas, y cómo la autoeficacia, por ejemplo, juega un papel esencial, siendo posible establecer una relación entre la incapacidad del sujeto para desarrollar sentimientos de competencia o éxito personal, y el burnout.
A lo largo de los 90 y comienzos de los años 2000, surgen modelos que a partir de entonces serán un referente teórico para las aproximaciones empíricas al estudio del burnout: la Teoría de la Conservación de Recursos (Hobfoll y cols., 1993), el Modelo de Estrés de Demandas – Control (Karasek y Theorell, 1990) y el Modelo de Demandas y Recursos Laborales (Bakker y Demerouti, 2007). Con ellos, podemos comprender el necesario e importante equilibrio entre las demandas del trabajo y los recursos disponibles en el mismo para afrontarlas. Algunos trabajos desde este enfoque nos muestran por ejemplo cómo demandas laborales como la sobrecarga de trabajo influyen en menor medida en el desarrollo del burnout si la persona percibe que tiene recursos profesionales suficientes para abordarla, no solo logísticos, sino también de otro tipo como la autonomía percibida en su desempeño o el apoyo social en el lugar de trabajo. Hoy en día, existe un común acuerdo en que los principales desencadenantes del proceso de burnout, la clave en su etiología, son los factores organizacionales y de la tarea, y que los recursos del contexto profesional y del individuo son esenciales para su manejo.
A partir de los años 2000 y tras ese largo viaje teórico y empírico, comienzan a surgir nuevas formas de evaluación principalmente en Europa, que intentan atender a las nuevas consideraciones teóricas, disminuir algunas dificultades metodológicas del MBI, y adaptar la evaluación a contextos no anglosajones. El número de investigaciones en las que se evalúa el burnout en las organizaciones se multiplica, y arroja cifras especialmente alarmantes en contextos como el sanitario, donde se relaciona con aspectos clave para una sociedad como el deseo de abandono de su trabajo y la calidad del servicio asistencial prestado.
Actualmente, estamos viendo cómo esos estudios en profesionales sanitarios analizan cómo la pandemia está influyendo en el desarrollo e incremento del síndrome de burnout. Por ejemplo, un trabajo realizado en 1001 profesionales de Unidades de Cuidados Intensivos (UCI) de 85 países, durante abril y mayo del 2020, nos informaba de que un 51,8% de esos profesionales presentaban niveles muy altos en la dimensión de “agotamiento emocional”. Este resultado es muy preocupante, ya que sabemos que ésta es la dimensión del síndrome que más se relaciona con problemas de salud físicos y emocionales en los profesionales que lo sufren. Por otro lado, recordando lo revisado sobre la comprensión teórica del burnout, será importante no caer en la fácil asociación directa de que la pandemia produce burnout, no debemos olvidar que este síndrome procede de un estrés laboral crónico y de unas condiciones de trabajo y escasez de recursos para afrontarlas que lo desencadenan, luego el COVID-19 solo hará que incrementar niveles previamente existentes y atacará en mayor medida a poblaciones, como la sanitaria, tradicionalmente afectadas por preocupantes niveles previos de desgaste profesional.
Estamos hablando de una situación con consecuencias sociales y específicamente de un problema de salud laboral. En junio de 2018 la OMS publicó la nueva Clasificación Internacional de las Enfermedades (CIE-11), con entrada en vigor el 1 de enero de 2022. Una de sus novedades es la inclusión del burnout como un “fenómeno ocupacional”. Lo incluyen en el capítulo “Factores que influyen en el estado de salud o en el contacto con servicios de salud” (que incluye motivos por los cuales las personas contactan con equipos de salud, pero que no están clasificados como enfermedades) y señalan que no debe ser utilizado para describir experiencias en otras áreas de la vida no ocupacionales. El ámbito de la salud laboral en nuestro país ha sido pionero en pasar de una perspectiva reactiva (de acción tras el daño o la enfermedad) a una perspectiva preventiva y proactiva, y eso es así porque ha partido del paradigma de que los procesos de salud no dependen solo de la ausencia de la enfermedad sino también del trabajo en la promoción del bienestar laboral. Será importante no perder esa perspectiva y pasar de la simple medida del burnout a la acción preventiva sobre él, acompañando estas acciones de prevención con otras de promoción del work engagement (vinculación con el trabajo), y todas aquellas variables que generan bienestar en los profesionales, sentido del trabajo y organizaciones saludables.
Las organizaciones del sector de servicios no podrán defender el mantenimiento de políticas de calidad y una correcta atención a sus clientes y usuarios, si esto no incluye a todos sus stakeholders, es decir, si su labor y objetivos organizacionales no se acompañan del cuidado a sus propios profesionales.